26 de abril de 2009

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Por aquel entonces si me decías “ven aquí, amor” y las agujas del reloj paraban en seco, despertábamos y te enredabas en mi almohada. Te quedabas allí para siempre, convertido en colonia Calvin Klein, en noches sin dormir y escondiéndote en sueños. Pero siempre llegaban las 21:00 y desaparecías. Esas noches, yo siempre acababa en el baño, perdiéndome en la silueta de mi sombra, desafiando las madrugadas, y venciendo el paso del tiempo acabábamos como siempre: en las mismas obsesiones de lunas a jueves, viernes descanso y el sábado volver a sentirte, el domingo perderte. Empezar. Acabar. Y tirar el reloj a una esquina del cuarto, tachar el calendario y aprender que tú no estás y que las moléculas de aire que respiro huelen a gasoil o goma quemada. Un día más de enero o febrero. Y en cuanto a los príncipes azules, siguen ahí, en un cuadro en la pared. Eso, los de antes. Los de ahora, son de barrio, quieren ser bomberos, socorristas o actores de cine. Sin embargo, Julieta no existe. Y yo, mientras tanto, bajo despacio del coche y mis canciones siguen sonando, como por inercia. Minutos después se acerca y el asiento aún sabe a mí, pero desaparezco. Y le quieres. Siguen sonando mis canciones pero yo ya no existo, ahora solo están tus besos, los suyos y el amor, apasionado, empañando los cristales del BMW, donde minutos antes nos sonreíamos y me mirabas con cariño cuando prometía quererte siempre.
Ahora, el ascensor sube uno a uno los pisos y tú te alejas despacito, en tu coche, prometiendo amor, regalando besos, viviendo sin mí.
Y sin embargo, he crecido de golpe. A golpes.
Y los príncipes, en realidad, se van unos con otros.



Rocío García Rubio

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